martes, 8 de septiembre de 2009

Confesiones de un papá desesperado

Por: Daniel Samper Ospina

Me dio angustia de que mi hija Guadalupe, de 2 años, tuviera temprana vocación para la política cuando hace un par de días la agarré mirando el Noticiero del Congreso con verdadero placer.

- Que me pase lo que sea -le dije a mi mujer- menos tener una hija política.

- ¿Acaso la ves haciendo algo ilegal? -me respondió, sin ponerme mucha atención.

- No: pero lleva media hora muerta de la risa con lo que dice el doctor Ramírez Ocampo en ese noticiero.

- Ese -me dijo ella- no es un noticiero, sino un programa que se llama Plaza Sésamo; y el que está hablando no es Ramírez Ocampo, sino Beto, uno de sus personajes centrales: mira cómo mueve las cejas.

- ¿Y entonces el que está al lado, de pantalón corto, no es Luis Alberto Moreno? -le pregunté extrañado.

- No. Es uno de los niños del programa.

- Y el bebé gordito que vocifera, ¿quién es?

- Pues -dudó un rato-: pues ese sí creo que es Pachito: es raro que salga en Plaza Sésamo, pero al pobre cada vez lo mandan a sitios más raros.

No era la primera vez que la crianza de mi hija me llevaba a hacer asociaciones con el mundo de la política. De hecho, y como alguna vez lo escribí en una columna lejana, la primera preocupación que tuve como padre fue ver que durante sus primeros días de vida mi hija no paraba de dormir. Alarmado, llamé al pediatra.

- Es normal -me dijo-. Al principio necesitan dormir mucho porque están terminando de desarrollar el cerebro.

Desde entonces no sólo comprendo las siestas del ex ministro Holguín, sino que las promuevo.

A diferencia de él, en todo caso, mi hija dejó de dormir en exceso y se convirtió en un individuo robusto que comía desaforadamente, echaba barriga sin pudor alguno y defecaba a sus anchas. De nuevo llamé al pediatra:

- Doctor -le dije-: Ahora Guadalupe se comporta como Name Terán: ¿qué hago?

Me dijo que me tranquilizara; que esas asociaciones manifestaban el infundado temor que sentía de que las dos me salieran muérganas y se dedicaran a la vida pública, como los Turbay. Pero no consigo estar tranquilo. Cuando mi hija Paloma entró al jardín infantil, por ejemplo, me dio la impresión de que la estaba llevando a un sitio de clara inclinación uribista. Lo sospeché porque cuando sacaron las témperas casi todo el mundo resultó untado. También porque la profesora hizo lo que a todas luces era propaganda política en beneficio del doctor Juan Manuel Santos: les leyó un cuento en el que Pinocho era el héroe.

Mi experiencia como papá ha sido dura. De un momento a otro me vi naufragando entre llantos y pañales; movilizándome así fuera a la esquina como un desplazado kurdo, siempre lleno de colchones, cobijas y bolsas; y acomodándome a una nueva vida social que ya no sucede por las noches y con trago, sino por las mañanas y con una gaseosa sin gas, servida en vaso plástico chiquito, en las diversas fiestas infantiles a las que acudo y en las que acabo hablando con algunas mamás sobre gases, reflujos y demás porquerías. Por si fuera poco, hace dos años no duermo porque mis dos hijas no pasan la noche:

- Si hasta Pastrana pasó Derecho -les advertí-, imposible que ustedes no puedan.

También perdí el dominio de la televisión. Ahora me toca ver programas infantiles desde la madrugada. Hi 5, por ejemplo: un show musical en el que unas personas adultas, entre ellos dos varones, bailan y cantan en trusa. ¿Cómo será la vida social de un tipo de esos? ¿Qué pueden decirle a una mujer en un bar? O Los backyardigans, un programa en el que sale una muñequita que tiene nombre de secretaria del seguro social: Yunicua. Luego vienen las películas de Disney, pero tengo prohibido que vean Dumbo porque en la familia ya tuvimos suficiente de elefantes.

Un día me rebelé y puse el noticiero. Ambas protestaron porque no salía Cheveroni, un lobo de color rojo. Como un milagro apareció el doctor César Gaviria, que cumplía con esas dos características, y conseguí enredarlas por un rato. Después salió el Presidente en su rancho de El Ubérrimo, y las convencí durante un tiempo de que se trataba de Woody, el vaquero de Toy Story. Pero de un momento empezó a gritar como un desquiciado, y Woody no es así: uno dirá lo que quiera de él, pero es un muñequito centrado y ecuánime. Cuando salieron Tomás y Jerónimo les dije que eran Tom y Jerry. Pero lloraron del susto cuando apareció Valencia Cossio, y no tuve otra solución que ceder, como siempre, y ver de nuevo Plaza Sésamo, en donde el doctor Ramírez Ocampo movía las cejas con seriedad mientras cantaba una melodía que las instaba a lavarse los dientes

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